una mosca disfrutaba aquella tarde, a la hora de la siesta,
relamiendo los bordes de una taza de té,
mientras la niña intentaba dormir
acunada por el abanico negro de su madre.
aquella mata de pelo era una tortura en verano,
pero eso, las pepitas de uva esparcidas por sus ojos
y un bote de colonia al que le quedaba el último suspiro
eran toda la herencia de su abuela.
la noche pintada en el abanico la refrescaba cuando la miraba
ir y venir
ir y venir
y ese sonido chasqueante de las maderitas al chocar
le hacía cosquillas en las capas más profundas de la piel
acercándole el sueño un poco.
la voz de su madre,
tan dulce a esa hora en que la barriga está llena,
le iba contando cuentos que eran casi siempre verdad.
justo antes de dormirse con la cabeza en sus piernas
escuchó entre sueños
la historia de la foto de su abuela.
si entreabría los ojos podía verla en la pared,
eternamente sonriente.
entre sus brazos, la niña parecía saber algo que luego olvidaría,
quizá, si nadie se lo recordaba.
la noche del abanico estaba cada vez más cerca.
la voz de su madre,
más lejos.
era la última fotografía que habían hecho a su abuela antes de morir,
de morir antes de tiempo,
y estaba con ella, apretando la carita de la niña contra la suya
pero era tan diminuta que no podía recordarla.
tal vez puedas, le decía su madre,
si te cuento lo que se esconde en esa foto.
le pesaban tanto los ojos que ya no los tenía abiertos
pero aún así luchaba por escuchar.
cayó la noche.
se vió corriendo bajo el sol,
a su paso iba arrancándole las olas a un mar frío
movidas por el aire del abanico
que salía ahora de su pelo,
larguísimo, rizado y ligero.